domingo, 26 de febrero de 2012

SOBRE LO INMEDIATO_Luis M Mansilla


















Notas de un viaje a Nanjing, la capital del Sur, China.

La música se escucha como alejándose, pero los
músicos siguen ahí. Parece que hubiera doblado una
esquina, porque no disminuye linealmente, sino que
algunas notas o grupos de notas de repente se oyen un
tanto más, como cuando las llevan ráfagas de viento.
Y ese viento se traslada a las cortinas que se
descorren con el aire, y parece que nadie estuviera
tirando de ellas, sino acaso soplando, o
moviéndolas a distancia, apenas agitando las manos.
Suena un silencio y la luz se va apagando, y
sólo quedan los reflejos en las paredes lacadas
en un color rojo nada inocente, un rojo culpable.
Un reflejo aceitoso.
La última luz se ha quedado adherida a la pared,
ha quedado atrapada y sólo se escurre un poco
hacia atrás, como si los muros se desplazaran un
poco, o la estancia se agrandara, o dilatara unos
centímetros.
El resto de la luz se cuela detrás de una tela
pintada que aparece tras las cortinas, y al volver
hacia la estancia, deja ver un paisaje cercano. En
la parte inferior hay una banda azul verdosa, un
estanque o un lago, con una roca que parece una
colina redondeada y chata, y de la izquierda, en su
parte superior, surgen las ramas de un pino
oriental, con las agujas discontinuas y en forma
arracimada, como milanos enganchados. El tronco
enmarca la parte izquierda, dando un punto de
profundidad.
Un pez que se desliza con una gracia directa
aparece buceando por la izquierda, y un instante
después le sigue una tortuga poliédrica, que le
persigue, nadando, agitando su cabeza y manoteando
con sus patas. El pez burla a la tortuga, mientras
una mariposa anaranjada desciende flotando y se
posa en la roca. La tortuga escala la roca y
ahuyenta a la mariposa. Y entonces desciende una
garza liviana, con el cuerpo de todos los
marrones, y el cuello largo de todos los verdes y
la cabeza y su pico de todos los amarillos, que se
acaba posando sobre la tortuga.
Un instante después, la garza se contorsiona, o se
estira, apretada contra la tela y uno se levanta
asombrado y va corriendo a ver que hay detrás de
aquel lienzo, que es aquello que se mueve con la
gracia o la rudeza de cada uno de los animales, o
quién está dando vida a aquello, que es como un cine
antes del cine, pero que está sucediendo en ese
momento, y el lienzo palpita porque las figuras se
aprietan contra él, y se oye el rascado de una
seda, como si hubiera una vida apretada, luchando
por salir, como el vientre de una mujer embarazada.
Y entre las cortinas del lateral, se ve una habitación
pequeñísima, de no más de un metro de fondo.
Dos hombres y un niño están pegados con sus espaldas
a la pared, contra ella, agachados o acurrucados.
El pez vuelve a saltar al agua, y lo maneja el
chiquillo con cinco varas finísimas, y las tiene
sujetas como palillos de comer. El cuerpo nada
dulcemente, y un poco ralentizado, como si de
verdad le rozara el agua.
En el techo hay una tira de luces que iluminan la
pantalla, y ellos están arrinconados como
contorsionistas para no dar sombras.
El hombre joven, con el torso desnudo, maneja la
tortuga. Y se mueve con fortaleza y suavidad. Se
diría que es él mismo la tortuga, que no está aquí
sino contra la tela, porque los dos son uno. No hay
fisuras, es un mundo completo.
El anciano que maneja la garza tiene el cuerpo enjuto
e inmóvil, como acechando una presa, y sólo se mueve
de cintura para arriba. De sus brazos emergen unas
varas muy delgadas, que presionan el animal contra la
seda pintada. Las varas están rodeadas de varitas al
llegar a la garza, y de ellas salen unas cuerdas casi
invisibles que acaban en unos anillos, un anillo en
cada dedo, y gira los dedos y vive el animal. La garza
se detiene un instante, y cuando empieza a entornar
su cuello la cabeza se vacía, porque uno siente que
está presenciando la vida en sí misma, su comienzo,
su constante arranque, su impenetrable oscilación. Y
uno no quisiera ni pensar, ni recordar ni imaginar,
sino sólo ver, ver, ver, recibir como recibe un
espejo.Pero no es posible, porque no sabemos
detenernos, y uno comienza a preguntarse si no hay
algo admirable en este modo de percibir o comprender
el mundo, en el que hay un acercamiento de precisión
a la vida, sólo un asombro, o una expectación o una
admiración por el mundo que se desenvuelve ante
nosotros y del que formamos parte, y que sospecha que
toda explicación o toda idea o toda palabra es más
pobre que la realidad. Y quizás intuye el motivo de
ese hermoso idioma que se resiste a silabizarse, que
sólo es simbólico, porque no quiere dejar que nada
ajeno se interponga entre la cosa y el ideograma, que
es la puerta del olvido de su naturaleza, y así el
concepto y su símbolo son una misma cosa, atados y
amarrados con alambres de acero, sin que nada pueda
penetrar entre ellos y quebrar su unicidad.
Y piensa también si nuestra sociedad occidental
quizás está virando hacia una suerte de
primitivismo, en el que la importancia de las ideas
va cediendo paso al poder de las percepciones, en
la que en arquitectura, la primacía del espacio
como algo abstracto va abandonando una habitación a
la que llegan nuevos invitados: las sensaciones,
los sentidos, lo variable, aquello que se transforma.
Una humanidad que quisiera acercarse a una
naturaleza quizás irremediablemente lejana, pero en
la que vuelve a primer plano no lo distante, sino
aquello que está muy cerca, lo casi inmediato. Y pasa
por mi pensamiento, como pasan las nubes, si no hay
algo hermoso en esta inmediatez, que se resiste a
las palabras y rinde homenaje al misterio de la
vida y se deja abrazar por su enigma. Una nueva
forma del subjetivismo que está naciendo.
Los tres hombres siguen agitando el aire y sus
figuras se desplazan, cambiando de estados de ánimo,
o de régimen de actividad: en un instante, el anciano
parece un cirujano, manejando unos bisturís
alargados, un instrumental quirúrgico en plena
operación a corazón abierto, y un instante después,
cuando la garza descubre que se ha posado sobre la
tortuga, uno está delante de dos espadachines que
intercambian sus floretes. Y lo notable es que esta
transición, súbita y lenta al tiempo, baraja
continuidad y discontinuidad con la misma
indiferencia con que la naturaleza lo hace, y esto
es precisamente lo que hace posible la vida.
Recuerdo aquellos aparatos ópticos que inventaba
Durero para representar al mundo, para inventar la
perspectiva; pero el objeto y su representación
eran dos cosas diversas.
Esto no se parece al cine, que es sólo imagen, ni
al teatro, porque no hay una historia detrás, ni
nada que interpretar.
Son aparatos ópticos (conceptuales o físicos) que
se interponen, y quizás por ello nunca viajo (ahora
lo sé) con cámara de fotos, que interpone un
objeto, una distancia, y lo que sale no es lo que
uno vió, sino lo que la máquina vió. De algún modo,
son mecanismos que erosionan el presente, o lo
despedazan de un tajo por la mitad y cae de un lado
el pasado y del otro el futuro.
Pero aquí sólo hay un trozo de la vida, cotidiana y
sorprendente, que se exhibe a sí misma, en este
momento, y aquellos hombres con la mirada
embelesada, como ausente o mirando más allá, porque
no son ellos lo que está presente, sino un trozo de
la vida que les asombra, y que devocionan. Vuelve a
salir el pez, y las cortinas se cierran de nuevo. Y
pienso que lo bueno de los viajes es dejarse
sorprender por lo desconocido. Lo desconocido de
uno mismo.
 
Luis M. Mansilla 1959-2012

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